Los
modos que Dios nuestro Señor tiene para salvar las almas, son muchos y
maravillosos; porque de nuestros males saca bienes, de la ponzoña hace triaca,
y de la muerte vida. Véase esto ser verdad en la vida y martirio de san
Cipriano: el cual, siendo mago y nigromántico, armando lazos por mano de los
demonios y ministros del infierno, para que cayese en pecado la gloriosa virgen
santa Justina, fue preso y enlazado, y se convirtió a Cristo y después fue con
ella mártir del Señor. El martirio de estos santos Cipriano y Justina, es de
esta manera. Fue santa Justina de la ciudad de Antioquía su padre se llamaba
Dasio, o (como Metafraste dice) Edesio, y su madre Cledonia. Eran
gentiles, y también lo era su hija Justina; mas por la doctrina de un santo diácono,
llamado Praíso, o Proelio, se convirtió a la fe del Señor, y por su medio, y
por una revelación que tuvieron, también se convirtieron y se bautizaron sus
padres. Era Justina hermosa por extremo, y de muy grandes gracias naturales, y
mucho más hermosa por las virtudes, con que su alma resplandecía en los ojos
del Señor, a quien tomó por esposo, y consagró su virginidad. Tuvo envidia el
demonio de la santidad de Justina, y pretendió derribarla, y hacerla caer de
aquella perfección en que estaba. Para esto incitó a un mancebo rico y lascivo,
que se llamaba Agladio, que pusiese los ojos en Justina, y se enamorase de ella
y por todos los caminos, que suele el amor ciego, procurase atraerla a su
voluntad. Ningún medio bastó para vencer el propósito de la santa virgen;
porque estaba fundado sobre la peña firme, y no temía las avenidas de los ríos,
ni el ímpetu y braveza de las tempestades y vientos. Como Agladio vio que le
salían en vano sus intentos, tomó por postrer remedio el favorecerse de los
demonios que le incitaban, para alcanzar por ellos, lo que por si no podía.
Había en la misma ciudad de Antioquia un grande hechicero y nigromántico, por
nombre Cipriano: a este descubrió Agladio lo que pretendía de Justina, y los
medios que había tomado para ablandarla, el ánimo obstinado y más duro que el
diamante, que tenia; y que si no quería que de puro amor de aquella doncella él
se muriese, le socorriese con sus artes poderosas y sobrehumanas; porque él se
lo pagaría liberalmente, y quedaría su perpetuo esclavo. Tomó Cipriano a su
cargo el vencer a Justina, y atraerla a la voluntad de Agladio. Convocó los
demonios: mandóles lo que habían de hacer, fueron una, dos, y tres veces a la
santa: asaltándola y combatiéndola, transfigurándose en mil formas y figuras; y
después de haber usado contra ella todas sus artes y embustes, quedaron
vencidos y corridos: porque la santa doncella, favorecida de su dulce esposo
Jesucristo, y armada de oración y ayuno, y especialmente de la señal de la
santa cruz, triunfó de ellos gloriosamente. Quedó Cipriano asombrado, por ver
que sus artes tenían tan poca fuerza, y que los mismos demonios confesaban su
flaqueza, y que no podían prevalecer contra Justina, por ser cristiana, y estar
armada con la virtud y poder de Cristo crucificado. De aquí entendió Cipriano
que Jesucristo nuestro Salvador era Dios, y más poderoso que todos los
demonios, a quienes él tanto reverenciaba; y encendiéndose la luz del cielo en
su corazón, determinó hacerse cristiano. Vino a Antimo, obispo, y le descubrió
lo que pasaba; y en efecto, quemando sus libros nigrománticos, y renunciando al
demonio, y a sus malas artes, se bautizó, y después fue ordenado de diácono, y
resplandeció con gran santidad, y muchos milagros que por él obró el Señor. Y
porque él le había hecho tan grandes mercedes por medio de la santa virgen
Justina, tuvo siempre gran cuenta de ayudarla, y de llevar adelante sus santos
propósitos, siendo ella abadesa y madre de un monasterio de doncellas, que con
gran pureza servían al Señor. Floreciendo, pues, los santos de la manera que
hemos referido, un conde, llamado Eutolmio, los mandó prender, y atormentar a
Cipriano, y rasgarle los costados con uñas aceradas, y a Justina, después de
haberla dado muchas bofetadas, azotar con crudos nervios. Después pusieron a
Cipriano en la cárcel, y a Justina en casa do una mujer honrada. De allí a
pocos días, traídos a su presencia, viendo la constancia y perseverancia que
tenían en la fe, los mandó echar en una caldera grande, encendida, y llenado
pez, sebo y resina. Entraron los santos mártires en la caldera, y salieron sin
lesión alguna, por virtud de aquel Señor, a quien obedecen todas sus criaturas:
y un sacerdote de los gentiles, llamado Atanasio, fue quemado del fuego que
había perdonado a los santos. De allí fueron llevados a Nicomedia: y después de
haber padecido otros tormentos con grande ánimo y alegría , los degollaron, y
dejaron seis días sus cuerpos sin sepultura , para que las fieras los comiesen;
mas quedaron enteros, guardándolos Dios. Ciertos cristianos una noche los
tomaron y pusieron en un navío, y los pasaron a Roma, en donde primero fueron
sepultados en una heredad de Rufina, noble matrona, y después trasladados a la
iglesia de San Juan de Letrán, donde al presente están junto al baptisterio.
Celebra la Iglesia la fiesta de estos dos santos a los 26 de setiembre, que fue
el día de su martirio, imperando Diocleciano y Maximiano.
Escribieron de estos
santos los Martirologios, romano, el de Reda, Usuardo, Adon, y Metafraste. Hay
que advertir que algunos autores griegos confunden este santo Cipriano con san
Cipriano , que fue obispo de Cartago, e ilustrísimo mártir, y elocuentísimo
escritor, cuya fiesta celebra la Iglesia a los 16 de este mes de setiembre;
pero ellos fueron dos, y no uno, y diferentes en la patria, grado, profesión,
tiempo y lugar del martirio.
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