Pascual,
nombrado Bailón, nació en el año de 1540 en Torre Hermosa, que es una villa del
reino de Aragón. Sus padres ganaban el sustento trabajando la tierra, y eran
tan miserables que no tuvieron aun posibilidad para hacer enseñar a leer a este
hijo suyo: pero él niño Pascual tenía tan extraordinaria inclinación al
estudio, que cuando iba al campo llevaba consigo un libro, y pedía a todos los
que encontraba le enseñasen a leer; y con aquello poco que le iban enseñando,
ahora el uno, ahora el otro, en breve tiempo llegó a saber leer. De esta
habilidad se sirvió para leer libros devotos, que le pudiesen ayudar a aprender
las obligaciones de un cristiano, y halló tal gusto en leer estos libros, que
empleaba en su lectura todo el tiempo que podía, no haciendo caso de juegos ni
de otras diversiones, y por este medio le inspiró el Señor tan grande amor a
las verdades del santo Evangelio, que no cuidaba de cosa alguna de este mundo,
entendiendo solo a agradar y servir a Dios nuestro Señor.
Cuando
fue algo mas crecido y apto para servir, entró en casa de un labrador que le
destinó a guardar su ganado en calidad de ayudante del mayoral: contentísimo de
la vida inocente que llevaba, procuró tener su mente siempre fija en Dios, excitándose
a considerar y adorar su omnipotencia e infinita sabiduría, mirando las yerbas
y plantas y las otras producciones del campo, y atribuyendo siempre la
fecundidad de la tierra a la inefable bondad de Dios, de quien todo depende,
mas presto que a las causas segundas. En una palabra, en todas las cosas miraba
con los ojos de la fe a Dios creador y conservador de las mismas; y de este
modo lo que a los otros les sirve de distracción y disipación de espíritu, era
para Pascual un estímulo para tener el espíritu más recogido y unido con el
Señor. De aquí es, que ningún caso hacia de los bienes de este mundo, que los
hombres tanto aman y desean, aspirando solo con todo su afecto a los bienes del
cielo. En efecto, queriendo su amo (que era un hombre muy rico) adoptarle por
hijo y hacerle heredero de todos sus bienes, Pascual le dio muchas gracias de
la buena voluntad y amor que le mostraba, pero le rogó le dejase en su estado,
pobre a la verdad y humilde, pero más conforme a Jesucristo, su supremo Señor,
el cual no había venido al mundo para ser servido sino para servir.
Pero
por más que Pascual amo su oficio de pastor, encontró en él algunas
dificultades que le hicieron tomar la resolución de abandonarle. Una de ellas
fue, que guardando un rebaño de cabras, por mas diligencias que hiciese no
podía impedir que alguna vez no se le escapasen a pacer en las dehesas y campos
de otros dueños: esto le daba muchísima pena, porque se creía obligado a
reparar todo el daño que causaba el ganado, aun cuando no lo podía impedir, de
modo que por escrúpulo de conciencia no quiso jamás guardar cabras. Pero en
guardar otro ganado encontró también otras dificultades, porque como
aquellos
con quienes había tal vez de vivir, estaban muy lejos de tener su virtud y
piedad, blasfemaban y maldecían, reñían entre sí, y llegaban frecuentemente a
las manos: Pascual los reprendía a veces con caridad y procuraba ponerlos en
paz; pero las más veces no sacaba otro fruto de su caridad que ser maltratado
de los mismos que procuraba sosegar y pacificar, los cuales se volvían contra
él. Por lo que, viendo que el mundo estaba lleno de vicios, resolvió
abandonarle enteramente y retirarse a alguna religión, donde con mayor
seguridad pudiese trabajar para su eterna salvación.
Comunicó
el santo en confianza este pensamiento a algunos amigos suyos, los cuales le
propusieron para el proyectado retiro, un convento que tenía buenas rentas,
donde podría gozar (le decían) de toda su comodidad: mas esto solo bastó para
que Pascual lo desechase: «He nacido pobre (respondió), y quiero vivir y morir
pobre y penitente: se encomendó, pues, con mucho fervor a Dios nuestro Señor,
para que le hiciese conocer su santa voluntad; y poco después, no teniendo más
que veinte años, dejó el amo y la patria y pasó al reino de Valencia, donde se
presentó a un convento de religioso de san Francisco, de la reforma de san
Pedro de Alcántara. Este convento se llamaba de nuestra Señora de Loreto y
estaba cerca de la villa de Monforté. Quedó Pascual muy edificado de la caridad
con que fue recibido y tratado en aquel convento; pero, o fuese por timidez, o
por discreción, queriendo tomarse más tiempo para deliberar en tal asunto, no
osó pedir el hábito; por lo que se acomodó con algunos vecinos de aquellos
lugares para sacar al campo su ganado. Bien presto fue conocida y admirada su
piedad, por lo que comúnmente le llamaban el pastor santo; más él lleno de
temor por un título de tanta honra, y queriendo vivir para su mayor seguridad
desconocido de los hombres, pidió a los padres de aquel convento le recibiesen
en calidad de fraile.
Ellos
le recibieron con mucho gusto, de modo que querían admitirle por religioso de
coro; mas él jamás quiso consentir a este honor y fue preciso ceder a su
humildad. Entró en el noviciado el año 1561, y empezó a vivir de modo que hizo
conocer a todos el sublime grado de santidad a que había de llegar. Observaba
la regla de san Francisco con una increíble exactitud, haciendo caso de todas
las cosas que en ella se prescriben, aunque fueran muy mínimas, y procurando
revestirse todo lo posible del espíritu de su santo fundador. Jamás se oía que
hablase mal, ni que se quejase de ninguno: sus asperezas eran mucho mayores de
las que están ordenadas en la regla; porque todo su alimento consistía en pan y
agua, y a lo más en algunas yerbas.
Llevaba
continuamente un cilicio de cerdas de puerco con una pesada cadena de hierro
que se ceñía sobre sus desnudas carnes, a más de otras dos espuelas de caballo
que traía, la una sobre su pecho y la otra sobre sus espaldas debajo del
cilicio. Dormía sobre la desnuda tierra o bien sobre unas tablas, y a veces ni
menos se echaba, sino que sentado o reclinado en alguna. postura incómoda,
tomaba el descanso que le era necesario, el cual jamás excedía de tres horas.
Frecuentemente pasaba las noches enteras en una pequeña celda que no tenía ni
puerta ni techo; trabajaba en el huerto siempre con la cabeza descubierta, aun
en los más fuertes calores: jamás usaba de alpargatas, sino que caminaba con
los pies desnudos, así en el invierno como en el verano; y en cualquier país en
que se encontraba, o fuese frió o caluroso, no usaba de más vestidos que de una
sola túnica que era las más vil y remendada del convento. Este tenor de vida
mantuvo siempre en todos los conventos a donde lo enviaron sus superiores,
conservando en todas partes el mismo espíritu de mortificación, de humildad y
de obediencia, viviendo siempre contento de su estado y buscando solamente en
todos los conventos los oficios más bajos y mas trabajosos, porque deseaba ser
tenido y tratado como siervo de todos.
Aunque
sus cotidianas mortificaciones fuesen tan extraordinarias y superiores a las
fuerzas humanas, todavía en las fiestas, particularmente de los mártires, las
duplicaba, azotándose rigurosamente hasta quedar todo cubierto de sangre, para
hacerse de este modo semejante a aquel santo, cuya memoria y fiesta se
celebraba; y rogaba continuamente a Dios nuestro Señor, quisiese aceptar
aquellas mortificaciones en vez del martirio que deseaba ardientemente padecer
por su amor: y si bien el Señor no le hizo la gracia de cumplirle plenamente
este su santo deseo, le presentó sin embargo una ocasión en odio de la católica
religión, que le faltó poco para conseguir la palma del martirio.
Se
hallaba en aquel tiempo el general de la religión de san Francisco en la ciudad
de París, y como el reino de Francia estaba entonces lleno de hugonotes que no
daban cuartel a ningún religioso que llegase a sus manos; enviar uno de ellos
para que se presentase a su general, era lo mismo que exponerle a un riesgo
inminente de perder la vida a manos de los herejes, como en efecto acaeció a
muchos. El provincial de Valencia tenía una precisa necesidad de enviar una
persona con carta suya a su general para un asunto de suma importancia; pero
nadie quería tomar sobre sí este encargo y exponerse a este peligro; por lo que
puso el provincial los ojos sobre nuestro Pascual, del cual se sabía ya por
experiencia cuán pronta y ciega era su obediencia. En efecto, él aceptó esta
comisión con mucho júbilo y contento, y sin proponer ningún reparo, se puso
luego en camino con los pies desnudos, y sin tomar provisión alguna para un
viaje tan largo y difícil.
Así
que llegó al reino de Francia, atravesando intrépidamente en medio del día las
ciudades en que dominaban los hugonotes, padeció de ellos muchos y gravísimos
insultos. Frecuentemente gritaban tras él:
¡Oh aquí el papista, Oh aquí el papista! y muchas veces le seguían a
pedradas; la gente vulgar de la ínfima plebe se unía a los muchachos y los
incitaba a cargarlo de villanías, y alguna vez de palos; de los cuales en una
ocasión le quedó una espalda tan maltratada, que quedó estropeado de ella todo
el resto de su vida. Hallándose en la ciudad de Orleans, fue cercado de una
tropa de gente que le preguntó; ¿si creía que en la Eucaristía estaba
verdaderamente el cuerpo de Jesucristo? a lo que respondió Pascual con toda
resolución: que lo creía, y que esto era indubitable. Algunos probaron si
podrían enredarle, haciéndole varias preguntas de cosas abstractas y sutiles;
pero Dios que había prometido a los apóstoles que hablaría él mismo por su boca
en semejantes ocasiones, inspiró a Pascual respuestas tan juiciosas y cuerdas,
y tan llenas de sabiduría, que los mismos que le hacían aquellas preguntas
quedaron confundidos y avergonzados, y no sabiendo como replicar a sus
respuestas, empezaron a tirarle piedras, de las cuales quedó herido en varias
partes de su cuerpo.
Habiendo
escapado de este peligro, cayó en otro: porque pasando por delante de la puerta
de un castillo, se paró allí a pedir de limosna un pedazo de pan, como lo solía
hacer cuando la hambre le apretaba. El señor de aquel lugar, que era hugonote y
enemigo jurado de los católicos, estando entonces en la mesa, oyó decir que a
la puerta estaba un fraile muy mal vestido que pedía limosna. Mandó que le
hiciesen entrar, y considerando aquel hábito roto y su cara macilenta, juró que
era un espía español, y sin duda lo habría hecho morir si su mujer, movida a la
compasión del santo, no le hubiera librado de sus manos, sin darle empero un
solo bocado de pan. Prosiguió Pascual su viaje, así débil y extenuado de la
hambre, hasta que entrando en una villa, una buena mujer católica le alentó,
dándole un poco de comer; pero aquí quedó expuesto aún nuevo riesgo de perder
la vida: porque el vulgo, incitado de la curiosidad de ver aquel su hábito, le
rodeó por todas partes en crecido número, y uno de ellos le echó la mano y lo
encerró dentro de una caballeriza. El santo, hallándose en aquel estado, no
pensó en otra cosa aquella noche que en prepararse para la muerte que creía
había de sufrir al día siguiente: pero acaeció muy al contrario; porque el
mismo que le había encerrado, vino a la mañana a verle, le dio una limosna y le
puso en libertad. De este modo en medio de mil peligros llegó el santo a París,
y habiendo cumplido su comisión dio prontamente la vuelta para España. En este
regreso, viéndose el santo libre y que no llevaba encargo o comisión alguna,
deseaba derramar su sangre en defensa de la fe católica; y en efecto tuvo
varios encuentros, y se halló en diversos peligros de perder la vida; pero Dios
le preservó y le protegió para que escapase de todos. Por lo que el santo
después se condolía que le hubiese estimado indigno del martirio: pero si no
fue mártir de la fe, lo fue ciertamente de la obediencia, por la cual en un tan
largo camino había expuesto continuamente la vida al riesgo de perderla.
Después
que Pascual se hubo restituido a su convento de España, volvió a tomar desde
luego sus acostumbrados empleos, y continuó en vivir con el mismo espíritu de
humillación, de pobreza y de penitencia; dando a sus hermanos admirables
ejemplos de abstinencia, de mortificación y de paciencia. Un cúmulo de tantas
virtudes, junto con los dones de profeta, de contemplación, de discreción de
espíritu, de penetración de los corazones y de hacer milagros, con que el Señor
había enriquecido a este su fiel siervo, le conciliaron de tal modo la
estimación y la veneración de todos, y particularmente de sus religiosos, que
los mismos superiores no hallaban reparo en aconsejarse con él en los negocios
más difíciles, y en encargarle el gobierno del convento cuando estaban
ausentes; habiendo comprobado por la experiencia cuán alumbrado estaba de Dios,
y cuánta era la eficacia de sus santos ejemplos para contener a los demás, y
hacerles observar la regla que habían profesado. En los últimos años de su vida
pasaba casi todas las noches en la iglesia: sobre todo tenía una tiernísima
devoción a la pasión de Jesucristo, y esta era la materia ordinaria de su
oración y contemplación: de ella sacaba siempre nuevo esfuerzo para
mortificarse y humillarse, y buscar siempre el padecer, a fin de imitar los
ejemplos de su divino Salvador, humillado, paciente y muerto sobre una cruz por
su amor. También era grande la devoción que tenia a la Virgen santísima, a la
cual pedía continuamente le alcanzase la gracia de vivir lejos de cualquier
pecado, hasta el fin de su peregrinación.
Murió
Pascual lleno de méritos en Villareal, siete leguas distantes de Valencia, a 17
de mayo de 1592, a los cincuenta y dos años de edad, de los cuales había pasado
veinte y ocho en la religión de san Francisco. Su cuerpo quedó tres días
expuesto en la iglesia para satisfacer la devoción del pueblo que fue testigo
de un gran número de milagros que Dios obró en aquella ocasión por intercesión
de su siervo: entre los cuales fue muy admirable el de que al elevar el
sacerdote la sagrada Hostia en el oficio solemne que se le cantó, dos veces
abrió y cerró sus ojos.
La
santidad de Paulo V le puso en el
catálogo de los beatos, y la santidad de Alejandro VIII le canonizó
solemnemente.
Entre
los muchos milagros con que Dios nuestro Señor manifestó la santidad de su
siervo, aprobó la silla apostólica los siguientes.
El
primero el de la incorrupción de su cuerpo; pues aunque cuando le dieron
sepultura echaron sobre él mucha cantidad de cal, con todo permaneció sin la
menor corrupción, exhalando además un olor suavísimo, que la misma santa sede
declaró ser también milagroso.
Otro
milagro estupendo obró Dios nuestro Señor por intercesión de San Pascual,
aprobado por la santa sede: porque padeciendo cierto lugar mucha falla de agua
, un labrador llamado Domingo Pérez, implorando el auxilio del santo, buscó
agua en un paraje muy seco, y el primer golpe que dio con su azadón salió una
fuente de agua dulce, que mana continuamente, y que jamás crece ni se
disminuye; con lo que se remedió la pública necesidad del lugar, que tuvo
bastante agua no solo para sus habitantes, sino también para todos sus ganados.